Dentro de cada hogar, actualmente, cada pocos días una máquina eléctrica hoy y hace algún tiempo a tracción humana, mueve, remueve y con cierta cantidad de agua, jabón y otros productos, limpian y blanquean las ropas de toda una familia.
No siempre fue así: lo que actualmente es tan sencillo y nada fatigoso, implicaba la participación de varias personas en este acto que se constituía en una de las actividades de los numerosos hogares que podían “dar sus ropas a lavar”.
La sociedad de nuestra ciudad y sucedía lo mismo en la mayoría de las poblaciones más numerosas de nuestro país, tuvo siempre sus estamentos: familias consideradas la clase alta de la misma, otras de clase media y quienes a duras penas lograban sobrevivir en las tan penosas circunstancias de muchos años atrás.
A nadie escapa y todos habremos visto a señoras dedicadas a lavar en aquellos latones de hojalata las prendas de sus familiares, pasando horas inclinadas sobre esas “bateas”, tratando de dejar “de punta en blanco” las numerosas sábanas, camisas, enaguas, corsés, ropa interior y medias de los generalmente numerosos integrantes de sus hogares.
Muchas veces ese trabajo recaía en las hijas adolescentes y también en las mayores, circunstancias que se daban en general en los hogares de la clase media. Sin duda que en quienes debían cuidar en extremo los gastos familiares, la alternativa no era otra.
Sumemos a eso que, ante la falta del agua corriente, se debía acudir al pozo que existía en casi todos los amplios sitios o que se compartía con los vecinos en caso de no poseerlo, realizando numerosos viajes desde el mismo cargados los baldes con el precioso líquido, necesario para cada una de las etapas del lavado.
No era sólo el ir a buscar el agua y traerla, sino también el izar desde la profundidad de los pozos los baldes llenos de la cristalina y fresca agua, los que cada vez pesaban más por el propio cansancio de la faena que estaban desplegando aquellas mujeres.
Años después, se simplificó en algo ese repetido trayecto hacia el profundo pozo, trocándose por el que se debía realizar hasta los enormes surtidores ubicados en algunas esquinas estratégicas de ciertos barrios de la ciudad.
También años después aquellos latones que se vaciaban en la parte más alejada de los jardines o de los fondos, se modernizaron con la aparición de las pesadas piletas de material las que tenían un corrugado especial de lo mismo, lo que permitía el fregado de la ropa en él, una vez enjabonada. Pero ahí ya había aparecido el agua corriente y el trabajo se hacía más llevadero aunque nunca sencillo.
Pero quienes tenían posibilidades de gastar algo más de dinero, las familias de mayor poder adquisitivo o que necesitaban utilizar ropas bien presentadas y prolijas en las actividades que desempeñaban, recurrían a personas que no integraban un gremio pero que eran conocidas como “Las Lavanderas”, señoras hacendosas, serias, honestas y cumplidoras, quienes se ocupaban de atender esas necesidades de determinados hogares, cuyos cumplimientos no podían realizarse entre los miembros de la familia y sus servidoras.
Y es justamente a ellas a quienes queremos referirnos en estos párrafos, por tratarse de modestas personas que desempeñaron un oficio hoy desaparecido, pero necesario y a quienes no se les ha dado la jerarquía que merecieran en su momento.
Cada una de estas señoras tenía su clientela y en días fijados con anticipación, recorrían los domicilios de esas familias y recibían allí un voluminoso bulto con la ropa que era necesario lavar y devolver limpia en los días fijados para ese regreso.
Con su relativamente liviana carga estas señoras se dirigían a los sitios que cada una había deslindado como su lugar de actividad, en la costa del Río Negro (y las había también en las orillas del arroyo Dacá) y allí, sin necesidad de realizar numerosos viajes hacia el pozo que las proveyera del agua necesaria, desempeñaban su sacrificada labor.
A través de numerosas fotografías, se aprecian múltiples manchas blancas extendidas sobre la orilla del Río Negro, las que corresponden a sábanas y otras prendas de las vestimentas que cada una de aquellas lavanderas, una vez lavadas y restregadas con los jabones de entonces, extendían sobre las piedras que abundaban en la margen izquierda de nuestro río para que se asolearan y secaran.
Cada una de las lavanderas sabía que ropa había recibido de cada uno de sus clientes y mientras esperaban que el sol y el viento cumplieran con su labor solidaria de secar las prendas recién lavadas, se dedicaban en la mayoría de los casos a entrecruzar datos y “chismes” de su propia vecindad o incluso algunos referidos a ciertos integrantes de las familias de quienes les proporcionaban su trabajo, “ya que nadie está libre”.
En algunos casos incluso, platicaban mientras armaban sus cigarros de tabaco negro con las recordadas hojillas o las gruesas chalas, para luego aspirar su humo para descansar y aplacar su cansancio.
Todo a lo largo de la orilla indicada se extendían estos pincelazos blancos, pues cada una de las lavanderas bajaban a la costa por determinadas calles, esparciéndose en ese terreno en lugares que cada cual respetaba.
Finalizada esa labor, recogían la ropa ya casi seca o totalmente seca y la envolvían en una blanca tela en voluminosos atados que luego suspendían sobre sus cabezas, manteniendo el equilibrio sin usar sus brazos y manos y partiendo hacia sus propios domicilios donde tendría lugar la segunda parte de su trabajosa y pesada labor.
Sobre precarias mesas procedían entonces al planchado de sábanas y prendas que requerían ser tratadas, a las que en muchos casos salpicaban con almidón para darle cierta rigidez lo que les daba otra característica.
Las planchas, grandes y pesadas, conteniendo en su interior el carbón encendido que les proporcionaba la temperatura ideal para el planchado, se deslizaban impulsadas por las fuertes brazos de aquellas sacrificadas trabajadoras.
Horas y horas fueron las que debían trabajar para poder dar cumplimiento a esa labor, la que debía, todavía, ser aprobada por sus clientes.
Al día siguiente marchaban con esos grandes bultos soportados y en equilibrio, sin usar casi sus manos, por esas estoicas cabezas, caminando casi sin sentir el voluminoso cargamento que transportaban en sus largos caminos.
Toda actividad trae sus consecuencias, pues siempre alguien se siente perjudicado por lo que otros necesitan realizar para desempeñarla y sucedió lo siguiente: Sería atrayente el ver correr junto a la orilla los rastros de cada enjabonada que realizaban tantas y tantas mujeres en su ímproba labor, pero esa misma corriente produjo las quejas de vecinos que veían que el agua que los “aguateros” levantaban para su trabajo habitual junto al actual muelle de los Treinta y Tres Orientales, estaba en muchos casos mezclada con el agua jabonosa que las lavanderas dejaban correr con restos de su labor.
Y aparece en el diario “El Progreso” del 15 de junio de 1909 un reclamo que dice así:
“ Lavanderas- Quejas por que se han instalado al oeste del muelle 33 y sus residuos pasan por la zona de toma de agua para la población (la bomba). A eso se suman las grasitudes del Saladero que ya han obligado a hacer una completa limpieza “del estanco de la bomba”. Piden se lleven a otro lado “.
Este problema trajo como consecuencia que poco después de 1910 se procedió a habilitar un lugar especial, bajo techo, con espacio para numerosas señoras dedicadas a esa labor, en el sitio donde hoy funciona el Servicio Fúnebre Municipal, solucionando así ese problema, pero perjudicando en parte a muchas lavanderas que vivían en barrios alejados o en el otro extremo de la ciudad quienes debían transportarse hacia ese lugar cargando sus voluminosas cargas para poder desempeñar su labor.
Hubo muchos proyectos y trabajos necesarios para poder llevar agua corriente hacia ese sitio en los que se detallaban la longitud de los caños necesarios para lograr que desde los tanques donde se almacenaba aquella, se volcara hacia los espacios destinados a cada trabajadora. La resistencia de éstas y la aparición de la maquinaria moderna hicieron inviable estos proyectos.
Poco a poco fueron desapareciendo quienes realizaban esta labor sustituidas por las máquinas a que hicimos referencia al comienzo, pero hemos querido rescatar para las generaciones actuales ese sacrificado trabajo que hoy el progreso hizo desaparecer.
Llegamos a conocer a personas que llevaban un estricto control, mediante tablillas donde se detallaban prolijamente las distintas prendas que se entregaban a la lavandera, como también la cantidad de las mismas, procediendo mediante agujeros y clavijas que ubicados en esas tablillas se colocaban, a fin de controlar las cantidades de cada especie que se entregaban a aquellas trabajadoras para su lavado y su posterior devolución.
Casos y cosas que hoy ya no están y que son desconocidos para quienes no tuvieron ocasión de ser contemporáneos de ese tiempo.